ESCOLARIDAD
En primer lugar quiero agradecer al ayuntamiento de Castropol este concurso de relatos, pensado para participantes mayores de 60 años. Yo contaré como fue mi escolaridad y más cosas.
Mi primer curso escolar fue a los cinco años en una escuela rural de un pueblo costero. A la escuela llegaba en mil novecientos treinta y seis un maestro llamado Donías, a quien teníamos que llamar Don Donías. Cuando nos daba clase de política, cosa de la que nosotros no entendíamos nada, nos sacaba del aula y nos colocaba a todos en el corredor de un horreo y el desde abajo explicaba en voz muy alta la lección para que la vecindad se enteraran bien, era mas menos ¼ de hora, tocaba una campanilla al empezar y al terminar, solo para decirnos que no había Dios, ni tampoco cielo ni santos, que eso era cosa de curas, que lo comentáramos en casa con los padres; todos lo fuimos diciendo.
Las madres se pusieron de acuerdo para hacer una reunión, como nadie quería hacerla en su casa por miedo a represalias, se citaron en un tendejón; después de una deliberación acordaron, poner al profesor el seudónimo de “Hai-lu” (hay Dios). Como este señor residía en otro pueblo cercano, toda la vecindad o casi toda cuando lo veían subir o bajar en bicicleta, abrían una ventana y le decían repetidamente: “hai-lu, hai-lu“. Debió parecerle muy mal porque no volvió.
Al curso siguiente vino otro maestro, buena persona, llamado Don Antonio, era muy voluminoso y le pusieron de mote “TOLINÓN”. La “tolina” es el delfín que los pescadores ven con frecuencia en primavera alimentándose de los bancos de pesca de sardinas o bocartes.
Después se cerro la escuela dos años.
En el tiempo que se suspendieron las escuelas, como yo era el hermano más pequeño, y no podía hacer otros trabajos como los hermanos mayores, me mandaban todos los días con cuatro vacas a cuidarlas a un monte comunal próximo, no teníamos cuentos (ya había cuentos de Calleja, pero no había con que comprarlos), tebeos, móviles ú otros juguetes; con una fesoria (azada) pequeña que me hizo mi padre, jugaba en el monte cuando llovía y corrían pequeños arroyos; con tapinos hacía presas sucesivas y en la más alta tiraba pequeños trozos de palo a modo de lanchas, les iba abriendo y estos improvisados barcos las recorrían todas; También buscaba nidos de pájaros en la primavera. Así pasé más de un año.
Un día vi venir lejos cuatro personas con un caballo, cuando se acercaron el caballo iba muy enjaezado con silla, alforjas, etc., los cuatro hombres rodeados de cananas y escopetas muy lustrosas, iban de caza. Yo al verlos tan majestuosos, un tanto alejado, caminé tras ellos; a mí aquello me parecía como una fiesta, después de un tiempo ellos se percataron, se pararon y me hicieron señales con el brazo que siguiera hasta ellos; al llegar a ellos me dicen: chico, ¿tu no estabas más abajo cuidando vacas?, contesté: si, son les de papa, ¿ y donde están?, me preguntan, estarán ellí, contesté yo. Hablaron entre si y se decían: hay llevarlo donde lo vimos; uno de ellos se montó en el caballo y otro me aupó detrás. Cuando llegamos al sitio, ¡las vacas ya no estaban!, el señor me pregunta: ¿por donde volvéis a casa?, yo le contesto: por junto a una casería que se llama “El Candongu”, para allá fuimos y un poco antes de llegar ya las vimos en un sembrado, yo le dije al señor: ¡eses son!, y ambos seguimos en el caballo hasta la casa para dar excusas y pagar daños.
La dueña no se incomodó nada y nos ayudó a sacarlas de su finca, no quería cobrar daños porque estaba muy agradecida a mi padre ya que ella aún tenía en la guerra a su marido y un hijo y mi padre iba de cuando en vez a cabruñarle la guadaña para que ella y una hija pudieran segar para sus vacas. Este señor le dijo: el daño que hayan hecho no lo va a pagar su padre, lo voy a pagar yo, pues fuimos mis compañeros y yo quienes le dijimos que si quería aprender a cazar viniera con nosotros; la señora volvía a insistir en que no iba a cobrar, el señor mete la mano al bolsillo y le da dinero. El señor, no conforme con haber pagado, vuelve a montar y me pregunta: ¿dónde está tu casa?, yo le digo: por el camino arriba (hay como 1 km), me llevó a mi casa, ¡las vacas habían vuelto solas!, ya estaban en la cuadra y mi padre preparado para ir a buscarme montado en un burro blanco que teníamos; eran las doce del mediodía, cuando de ordinario las vacas llegarían sobre las cinco de la tarde, para avisarme de la hora de volver, subían a un cerro alto próximo a casa y hacían sonar fuertemente un cuerno, que aún se conserva, a modo de trompeta. El señor le explicó todo a mi padre y se autoinculpaba de lo acaecido.
Cuando tenía nueve años, en 1940, se abría nuevamente un colegio en la capital del concejo, sus profesores eran Hermanos de la Salle, tenia 4 aulas, tres para primaria y la cuarta le llamaban Clase de Comercio, donde los más aventajados, que hubieran terminado con buenas notas tenían posibilidad de estudiar contabilidad por partida doble con libros “Diarios Mayor y Balances”, así como Álgebra, un Idioma, Taquigrafía y Cultura y Urbanidad.
Yo después de haber pasado por las primarias tenía la posibilidad de pasar a esa aula, si en primaria había muchos alumnos en cada una, en esta última éramos unos veinte, como comenté los más aventajados, de allí aprovechando bien los dos cursos, salieron muchos contables. Este colegio era una Fundación y los exámenes los hacían una Comisión Técnica elegida por la familia fundadora; se cerró este colegio en 1946, dado que el capital fundacional se había quedado pequeño, se había abierto inicialmente en 1907.
Yo acudía diariamente desde mi domicilio familiar en un pueblo a 7 Km., en los inviernos salía de mi casa aún sin amanecer y regresaba ya oscurecido, por caminos rurales llenos de barro y charcos, en “madreñes”, porque no había para comprar botas, sin prendas de abrigo que tampoco había, no tenía guantes, llevaba los libros en una mano, no tenía ni cabás ni cartera y en la otra mano una espuerta de mimbre con la comida: una botella de leche y una torta de harina de maíz para todo el día. A mitad de camino pasaba un río y en los inviernos había grandes heladas en sus cercanías. Ya de mayor, le comentaba yo a mi madre el por qué no llevábamos al menos unas manoplas, que hubieran servido unos calcetines viejos, ella me mira con tristeza y me dice que los calcetines valen para siempre, de los tobillos para arriba no se gastan y de los tobillos para abajo se remiendan. Tampoco sufríamos por estas estrecheces ya que no conocíamos otras cosas mejores.
Poco tiempo después de empezar al colegio, aquel señor que me trajo a casa en caballo cuando yo estaba en el monte “llendando vaques” y se escaparon por ir tras ellos cuando iban a cazar, nos pidieron (la familia) llevarles leche todos los días, vivían en el centro urbano de la parroquia a 1 Km. de nuestra casa, si antes caminaba 7 Km. para ir al colegio ahora ya era uno más, primero iba por caminos de atajo, ahora tenía que rodear otro que era el de ocho, ó sea que entre ir y volver eran 16 Km. diarios, ya que por la mañana tenía que dejar la lechera y recogerla por la tarde, así 6 cursos. Cuando yo tenía 14 años e iba a la clase de Comercio, ese mismo señor salía por las tardes a darme la lechera y verme los deberes que traía del colegio, quería seguir mi progreso escolar.
Cuando se cerró el colegio, este señor llamó a mi padre a su casa, para comentarle ¿que iba hacer yo ahora al cerrarse el colegio?, mi padre le contestó: pues trabajar en el campo como sus hermanos; este le insinúa que verían bien que ingresara a trabajar en su fábrica, ya que el contable que tenían se iba a jubilar y me vendría muy bien a mi estar allí antes de la jubilación para ir haciéndome con el manejo administrativo de su fábrica que era de la rama del metal, tenía 22 trabajadores y en la que trabajé 40 años. Tendría para escribir un año más.