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viernes, 19 de mayo de 2017

Participamos en el II Concurso de narración breve “Palabras Mayores" de Castropol

El Ayuntamiento de Castropol convoca el II Concurso de narración breve “Palabras Mayores” en el que podrá participar cualquier persona con edad igual o superior a 60 años.

El tema de la narración será libre: vivencias, anécdotas, historias reales o ficticias, recuerdos, etc. La obra- cada participante podrá presentar dos como máximo- estará escrita en castellano o gallego-asturiano. El plazo para concursar termina el 31 de marzo próximo.

Se establece un único premio que consistirá en un diploma y un lote de libros, así como la publicación del escrito en la página web www.castropol.es. La personas que resulten premiadas se comprometen a acudir, personalmente o por delegación, a recibir el premio y leer la obra premiada en el acto público que tendrá lugar durante la celebración del IV Festival de la Ostra del Eo, “En Castropol, somos la Ostra” entre los días 28 de abril al 1 de mayo.

No hemos tenido suerte esta vez...¡Enhorabuena al ganador y a la finalista!



Este es el relato que presentó Maruja:

"Aunque no es igual haber nacido en ciudad, o en una aldea de Villaviciosa los recuerdos de lo vivido, tal vez son parecidos. Yo tengo muchos: el nacimiento de mi hermano menor (nos mandaron, junto con mi otro hermano, a casa de una vecina mientras mi madre daba a luz ayudada de una partera muy conocida en aquel entorno. La señora nos ayudó a nacer a cientos de bebes. La recuerdo con su maletín, vestida de negro y muy amable), el fallecimiento de mi bisabuelo, mi primera maestra, mi primer día de clase…

A la escuela, iba acompañada de otras niñas, y si llovía, calzábamos les madreñes y a batallar con el barro del camino, pues aún no había carretera.

Los juegos del recreo en la escuela eran: saltar a la comba, hacer un círculo cantando canciones (se llamaba el corro), el cascayu (se marcaban varios cuadros en la acera, se tiraba un trozo de teja e íbamos moviéndola). Saltando, algunas veces, los niños que estaban en otra aula - por provocar- nos lo borraban todo. Igual nos pasaba con el juego de la palilla. Nos daba rabia pero no nos peleábamos demasiado. Y si ocurría, lo solucionaban nuestros maestros con un cachete o castigo; y a callar, no fuera que se enterasen nuestros padres y el castigo fuese doble.

Cuando me prepararon, el párroco, y las catequistas, para mi 1ª Comunión, de este día -aparte del vestido y algún regalo-, recuerdo, después de terminar la ceremonia, un chocolate con bizcochos que me hizo una prima de mi abuela. Me sentó muy bien, ya que había ayunado desde la noche anterior y tampoco yo lo tomaba con frecuencia.

Un día al llegar de la escuela, mis padres tenían funcionando un aparato de radio en casa. Dos o tres años después, llegaba el primer televisor al bar del pueblo. Yo tenía 10 años. Allí veíamos los programas infantiles y cuando salían los dos rombos, ya sabíamos que aquello no era adecuado para menores; ya nos íbamos pa casa. Tampoco olvido cuando íbamos a la fiesta de los Mártires al pueblo de mis abuelos paternos, donde jugábamos todos los primos, y a la fiesta del Carmen que celebraban en el pueblo, donde vivía mi tía. Como éramos muy pequeños, el utilitario de mis padres para poder llevarnos a los tres hermanos era el burro. Recordándolo me da la risa, ¡¡éramos tan felices!!

Como no había maquinitas ni nuevas tecnologías, la tarde del domingo junto con mis amigas recortaba los vestidos de aquellas mariquitas de época. Recuerdo jugar con una muñeca que me habían regalado. Un día, la bañé, y como la cara era de cartón se rompió y pillé un buen disgusto, pues solo tenía aquella.

Yo recuerdo ser feliz pues, cuando se tiene poco, se valoraba mucho más

A la tarde, después de clase y merendar una onza de chocolate o, a veces, media, según estuviese la economía. Alguna vez me tocó merendar el cocido que no me gustaba a mediodía y mi güela lo guardaba en el hornu, para la merienda. Después me mandaban a buscar las vacas o cebar las gallinas y recoger los huevos, también a ayudar a recoger los cacharros de cocina y algunas veces fregarlos. Esto no era explotación, sino necesidad.

Tampoco tuve paga semanal ni mensual. Tenía una hucha compartida con mis hermanos y cuando en las fiestas los tíos o familiares nos daban una, dos o cinco pesetas, yo siempre las metía en ella pero mis hermanos lo gastaban y a mí me daba mucha rabia.

Los domingos, sí me daban para comprar en la tienda del pueblo un chupa-chups o unos caramelos. Con una peseta me daban 10; costaban a perrona y lamía hasta el papel.

Cuando yo me crié, no se hablaba de derechos de explotación, ni de acoso o de maltrato. Tampoco nos llevaban al psicólogo si traíamos malas notas un castigo, y aplicarse para la próxima, Debo decir que no tuve muchos castigos, ni en la escuela ni en casa, porque creo que he sido bastante obediente. Total, si protestaba por no querer hacer lo que me mandaban, lo tenía que hacer igual; y si preguntaba, la contestación era: “Pues tiene que ser así”.

Aquellos años de niñez, los recuerdo con nostalgia, al no conocer otra cosa. Pues en el pueblo nos criamos todos con las mismas carencias. Me pareció muy bonito; mis padres me dieron lo que pudieron y me aportaron lo que sabían, cariño, y valores; saludar, ayudar, dejar pasar a las personas mayores, o sentarse, etc. Hoy, algunas veces, cambiamos el ser, por el tener.

Con 15 años, de lunes a sábado los pasaba en Villaviciosa, compaginando el aprendizaje de costura, y el de cocina. Me quedaba en casa de la modista, y trabajaba en la cocina en un restaurante donde se hacían bodas y banquetes. Entonces existían pocas escuelas de hostelería. Recuerdo hacer durante unos meses un cursillo del ministerio de trabajo (Programa de Promoción Profesional Obrera PPO) donde acudimos varios jóvenes, nos enseñaban entre otros: coctelería, canapés, presupuestos comerciales, seguridad e higiene. Al finalizar nos dieron un carné que aún conservo.

Esto a mí me gustaba, y trabajé en ello hasta los 22 años. Me casé y seguí con los pucheros, además de desempeñar otros oficios: esposa, madre, abuela, economista, enfermera, limpiadora, etc. Y todo ello sin título ni salario, pues el trabajo de ama de casa es así. Hoy, si mi trabajo -como el de tantas mujeres- hubiese sido otro, estaría jubilada.

Y aquí sigo; ilusionada con acudir al CDTL como si regresara de nuevo a esa otra escuela que nos brinda poder adquirir conocimientos de tecnología, para estar escribiendo esto. Haciendo una recopilación de estos años pasados tan deprisa, con alegrías y sinsabores, me gustaría haber sido un poco más útil a la sociedad, y me alegra que estas generaciones encuentren más comodidades que las vividas en mi generación y en las de nuestros antepasados. Si con lo vivido, aporté un pequeño granito de arena me doy por más que satisfecha."


Diploma recibido por Maruja
Este es el relato que presentó Enrique Granda:

ESCOLARIDAD

En primer lugar quiero agradecer al ayuntamiento de Castropol este concurso de relatos, pensado para participantes mayores de 60 años. Yo contaré como fue mi escolaridad y más cosas. 

Mi primer curso escolar fue a los cinco años en una escuela rural de un pueblo costero. A la escuela llegaba en mil novecientos treinta y seis un maestro llamado Donías, a quien teníamos que llamar Don Donías. Cuando nos daba clase de política, cosa de la que nosotros no entendíamos nada, nos sacaba del aula y nos colocaba a todos en el corredor de un horreo y el desde abajo explicaba en voz muy alta la lección para que la vecindad se enteraran bien, era mas menos ¼ de hora, tocaba una campanilla al empezar y al terminar, solo para decirnos que no había Dios, ni tampoco cielo ni santos, que eso era cosa de curas, que lo comentáramos en casa con los padres; todos lo fuimos diciendo.

Las madres se pusieron de acuerdo para hacer una reunión, como nadie quería hacerla en su casa por miedo a represalias, se citaron en un tendejón; después de una deliberación acordaron, poner al profesor el seudónimo de “Hai-lu” (hay Dios). Como este señor residía en otro pueblo cercano, toda la vecindad o casi toda cuando lo veían subir o bajar en bicicleta, abrían una ventana y le decían repetidamente: “hai-lu, hai-lu“. Debió parecerle muy mal porque no volvió.

Al curso siguiente vino otro maestro, buena persona, llamado Don Antonio, era muy voluminoso y le pusieron de mote “TOLINÓN”. La “tolina” es el delfín que los pescadores ven con frecuencia en primavera alimentándose de los bancos de pesca de sardinas o bocartes.

Después se cerro la escuela dos años. 

En el tiempo que se suspendieron las escuelas, como yo era el hermano más pequeño, y no podía hacer otros trabajos como los hermanos mayores, me mandaban todos los días con cuatro vacas a cuidarlas a un monte comunal próximo, no teníamos cuentos (ya había cuentos de Calleja, pero no había con que comprarlos), tebeos, móviles ú otros juguetes; con una fesoria (azada) pequeña que me hizo mi padre, jugaba en el monte cuando llovía y corrían pequeños arroyos; con tapinos hacía presas sucesivas y en la más alta tiraba pequeños trozos de palo a modo de lanchas, les iba abriendo y estos improvisados barcos las recorrían todas; También buscaba nidos de pájaros en la primavera. Así pasé más de un año.

Un día vi venir lejos cuatro personas con un caballo, cuando se acercaron el caballo iba muy enjaezado con silla, alforjas, etc., los cuatro hombres rodeados de cananas y escopetas muy lustrosas, iban de caza. Yo al verlos tan majestuosos, un tanto alejado, caminé tras ellos; a mí aquello me parecía como una fiesta, después de un tiempo ellos se percataron, se pararon y me hicieron señales con el brazo que siguiera hasta ellos; al llegar a ellos me dicen: chico, ¿tu no estabas más abajo cuidando vacas?, contesté: si, son les de papa, ¿ y donde están?, me preguntan, estarán ellí, contesté yo. Hablaron entre si y se decían: hay llevarlo donde lo vimos; uno de ellos se montó en el caballo y otro me aupó detrás. Cuando llegamos al sitio, ¡las vacas ya no estaban!, el señor me pregunta: ¿por donde volvéis a casa?, yo le contesto: por junto a una casería que se llama “El Candongu”, para allá fuimos y un poco antes de llegar ya las vimos en un sembrado, yo le dije al señor: ¡eses son!, y ambos seguimos en el caballo hasta la casa para dar excusas y pagar daños.

La dueña no se incomodó nada y nos ayudó a sacarlas de su finca, no quería cobrar daños porque estaba muy agradecida a mi padre ya que ella aún tenía en la guerra a su marido y un hijo y mi padre iba de cuando en vez a cabruñarle la guadaña para que ella y una hija pudieran segar para sus vacas. Este señor le dijo: el daño que hayan hecho no lo va a pagar su padre, lo voy a pagar yo, pues fuimos mis compañeros y yo quienes le dijimos que si quería aprender a cazar viniera con nosotros; la señora volvía a insistir en que no iba a cobrar, el señor mete la mano al bolsillo y le da dinero. El señor, no conforme con haber pagado, vuelve a montar y me pregunta: ¿dónde está tu casa?, yo le digo: por el camino arriba (hay como 1 km), me llevó a mi casa, ¡las vacas habían vuelto solas!, ya estaban en la cuadra y mi padre preparado para ir a buscarme montado en un burro blanco que teníamos; eran las doce del mediodía, cuando de ordinario las vacas llegarían sobre las cinco de la tarde, para avisarme de la hora de volver, subían a un cerro alto próximo a casa y hacían sonar fuertemente un cuerno, que aún se conserva, a modo de trompeta. El señor le explicó todo a mi padre y se autoinculpaba de lo acaecido.

Cuando tenía nueve años, en 1940, se abría nuevamente un colegio en la capital del concejo, sus profesores eran Hermanos de la Salle, tenia 4 aulas, tres para primaria y la cuarta le llamaban Clase de Comercio, donde los más aventajados, que hubieran terminado con buenas notas tenían posibilidad de estudiar contabilidad por partida doble con libros “Diarios Mayor y Balances”, así como Álgebra, un Idioma, Taquigrafía y Cultura y Urbanidad.

Yo después de haber pasado por las primarias tenía la posibilidad de pasar a esa aula, si en primaria había muchos alumnos en cada una, en esta última éramos unos veinte, como comenté los más aventajados, de allí aprovechando bien los dos cursos, salieron muchos contables. Este colegio era una Fundación y los exámenes los hacían una Comisión Técnica elegida por la familia fundadora; se cerró este colegio en 1946, dado que el capital fundacional se había quedado pequeño, se había abierto inicialmente en 1907.

Yo acudía diariamente desde mi domicilio familiar en un pueblo a 7 Km., en los inviernos salía de mi casa aún sin amanecer y regresaba ya oscurecido, por caminos rurales llenos de barro y charcos, en “madreñes”, porque no había para comprar botas, sin prendas de abrigo que tampoco había, no tenía guantes, llevaba los libros en una mano, no tenía ni cabás ni cartera y en la otra mano una espuerta de mimbre con la comida: una botella de leche y una torta de harina de maíz para todo el día. A mitad de camino pasaba un río y en los inviernos había grandes heladas en sus cercanías. Ya de mayor, le comentaba yo a mi madre el por qué no llevábamos al menos unas manoplas, que hubieran servido unos calcetines viejos, ella me mira con tristeza y me dice que los calcetines valen para siempre, de los tobillos para arriba no se gastan y de los tobillos para abajo se remiendan. Tampoco sufríamos por estas estrecheces ya que no conocíamos otras cosas mejores.

Poco tiempo después de empezar al colegio, aquel señor que me trajo a casa en caballo cuando yo estaba en el monte “llendando vaques” y se escaparon por ir tras ellos cuando iban a cazar, nos pidieron (la familia) llevarles leche todos los días, vivían en el centro urbano de la parroquia a 1 Km. de nuestra casa, si antes caminaba 7 Km. para ir al colegio ahora ya era uno más, primero iba por caminos de atajo, ahora tenía que rodear otro que era el de ocho, ó sea que entre ir y volver eran 16 Km. diarios, ya que por la mañana tenía que dejar la lechera y recogerla por la tarde, así 6 cursos. Cuando yo tenía 14 años e iba a la clase de Comercio, ese mismo señor salía por las tardes a darme la lechera y verme los deberes que traía del colegio, quería seguir mi progreso escolar.

Cuando se cerró el colegio, este señor llamó a mi padre a su casa, para comentarle ¿que iba hacer yo ahora al cerrarse el colegio?, mi padre le contestó: pues trabajar en el campo como sus hermanos; este le insinúa que verían bien que ingresara a trabajar en su fábrica, ya que el contable que tenían se iba a jubilar y me vendría muy bien a mi estar allí antes de la jubilación para ir haciéndome con el manejo administrativo de su fábrica que era de la rama del metal, tenía 22 trabajadores y en la que trabajé 40 años. Tendría para escribir un año más. 


Menán
  

Diploma recibido por Enrique


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